Diana Paterson y sus cuatro hijos fueron víctimas de violencia física, psíquica y económica.
Su marido la llevó a vivir lejos, la abandonó y la dejó al cuidado de los chicos.
También escondió bienes y mintió sobre sus ingresos para no pasarles dinero.
“Tengo 57 años, abogada, escribana, familia clase media de Barrio Norte, casada hace 31 años con el padre de mis cuatro hijos, también profesional, hijo de un coronel del Ejército. Violento. Violencia de género, violencia familiar, cicatrices en el cuerpo y en el alma de mis hijos y mía”. Así comienza el texto que Diana mandó a la sección Cartas al País de este diario en octubre de 2017. Ahora vuelve a llamar. Su tono es otro, está satisfecha. Logró el divorcio, defenderse en causa propia y que se declare culpable a su ex.
“Recién ahora siento que hay Justicia. Logré vencer el miedo y dejar de sentirme una víctima“, dice. Y cuenta que se despojó del apodo que había inventado para pasar desapercibida en las redes sociales –Duquesa de Parma– para, por fin, usar su nombre, su verdadero nombre: Diana Paterson. “Lo puse con mucho orgullo”, afirma quien vivió muchos años con un botón de pánico en la cabecera de la cama.
Golpes, desprecios, mentiras, maltratos. Abandono, hambre. Fueron demasiados años de violencia. “Estaba aniquilada. Pensaba que me iba a matar a mí y a mis hijos”. Se miraba en el espejo y se preguntaba: “¿Hasta cuándo?”. Hasta que pudo reaccionar. Entonces comenzó un camino en la Justicia que le llevó más de dos décadas, 23 causas civiles y 3 penales.
Diana tiene 64 años, y habla con calma. Ahora puede hacerlo porque, dice, convirtió toda la indignación que sintió durante tanto tiempo en algo positivo. “Se hizo Justicia, era lo único que yo quería. Por mí y por mis hijos. Logré que tenga que pagarme todo lo que me debe, y ahora voy a lograr que los indemnice a cada uno de mis hijos por todo el daño que les causó”.
“No pudo conmigo”
“Me pateo en 1990 estando embarazada de ocho meses de mi tercer hijo y al poco tiempo me amenazó de muerte con que el mecánico de Aldo Bonzi, que mató a su socio, nos mataría a mí y a mis hijos. Viví, sufrí y callé por causa de esa amenaza durante 27 años”.
“Cuando en 1991 intenté denunciarlo en la Comisaría de la Calle Catamarca, bajo la Autopista, me preguntaron ‘¿Cómo vas a denunciar al padre de tus hijos?’. Era otra época”.
Diana calló y aguantó. Tenía una escribanía a media cuadra del Obelisco, eso le hacía bien. Entonces él le propuso que se fueran a vivir a Chivilcoy, que alquilarían las tres propiedades que tenían en Buenos Aires y con ese dinero construirían algo más grande lejos de la ciudad: “Me vendió la historia de la Familia Ingalls, y yo, como una tonta, me la creí. Al tiempo de habernos mudado me di cuenta que lo único que él quería era aislarme, separarme de mi familia y amigas, que no trabajara para que no manejara dinero, me tenía atrapada”.
Diana se encontró de repente en una casa vieja en la que todo funcionaba mal, con un marido violento que no sólo la maltrataba a ella. Cuando se mudaron, las gemelas tenían 7 años, el varón 5 y la chiquita 3. Ella tenía 37, su marido, un arquitecto con obras importantes, 40.
Chivilcoy fue un infierno. La casa -construida por él- tenía el techo caído y las paredes electrificadas, en un barrio con arsénico en el agua y un certificado del Ministerio de Salud que decía “No potable para uso humano”. La pared electrificada les hacía cosquilla al bañarse. “Arsénico y electrocución”, recuerda Diana.
Comían yuyos. El diente de león se usaba en ensaladas, tés y guisos. Las lágrimas de la virgen hacían de cebolla para las sopas. “Mis hijos crecieron sin saber los nombres de los cortes de carne”.
Y los golpes, y las amenazas. Diana lo fue a denunciar al menos seis veces. Nunca le tomaron ninguna denuncia. “No existía todavía Ni Una Menos”, se lamenta. Cuenta escenas terribles.
Al final él ya no volvió más. Tampoco les pasó ni un peso. Diana decidió empezar un camino en la Justicia. Consiguió un abogado al que le canjeaba sus servicios como escribana. No sirvió. Después hubo otro en el que todo lo hacía ella, y él sólo se acercaba a su tranquera para firmarle los escritos. Pero tampoco funcionó. Entonces decidió defenderse en causa propia.
El divorcio salió en 2014. La sentencia fue abandono malicioso, voluntario e injurias graves. Siguió la demanda económica: “él había puesto los autos a nombre de su madre, fue sacando la plata de los bancos, y me quisieron anular la causa varias veces“, cuenta Diana, que llegó a llamar hasta el procurador general y la Corte Suprema.
“No pudo conmigo”
“No pudo conmigo ni contando con su abogado amigo y compañero del colegio de hijos de militares que en las audiencias me gritaba y maltrataba delante de una Jueza que callaba y a la que debí denunciar. No pudo conmigo ni al contratar luego una abogada que había estado presa más de cinco años”, asegura Diana.
“No pudo conmigo, aunque para abrir la sucesión de su padre en Uruguay, reconocido paraíso fiscal, contrató a un escribano uruguayo denunciado en la Operación Océano, que es la Red de Prostitución Infantil y Trata más grande investigada jamás en ese país”, sigue.
“Pasaron 34 años desde aquella patada en mi embarazo de su tercer hijo. Y logré al fin que lo condenaran. Prisión en suspenso, pero estornuda fuerte y va preso -asegura Diana-. ¿Qué significa la condena para mí? Significa justicia, paz y seguridad. Significa dejar de pensar en llevar el botón antipánico a todos lados. Y significa que hice lo que debía para proteger a mis hijos. De lo contrario sería Una Menos. Pero no pudo conmigo. Y hoy soy Una Más”.
El orgullo del pan
Diana tiene hoy un buen compañero. Juntos armaron un emprendimiento. Hacen pan. Pan Pampa se llama. Tienen un puesto en Ingeniero Maschwitz: “Es nuestro sostén. Orgullo infinito que salimos adelante con nuestras propias manos”.