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La educación es uno de los más importantes factores protectores contra la demencia

Un estudio realizado en varios países de América latina y los EE.UU. muestra que hay una correlación estrecha entre años de estudio, atrofia cerebral y fortaleza de las conexiones cerebrales en la adultez.

Suele pensarse en la educación exclusivamente desde el punto de vista laboral, profesional y económico, como el camino que conduce al ascenso social. Todo esto es cierto, pero pasa por alto un aspecto crucial: de acuerdo con un estudio internacional liderado por el neurocientífico argentino Agustín Ibáñez, director del Instituto Latinoamericano de Salud Cerebral de la Universidad Adolfo Ibáñez, de Santiago, Chile, y fundador y codirector del Consorcio para Expandir la Investigación sobre la Demencia en América Latina (RedLat), la educación es además un determinante crucial de la salud pública y una de las principales protecciones contra la demencia.

En el trabajo, que hoy se publica en la revista Alzheimer’s & Dementia: The Journal of the Alzheimer’s Association, un grupo de 40 autores de varios países de América latina y los Estados Unidos analizaron con resonancia magnética y aprendizaje automático las huellas que ésta imprime en el cerebro y encontraron una reveladora asociación entre los años de educación recibida, el volumen del cerebro y la fortaleza de las conexiones cerebrales. Los resultados son consistentes con la diferente prevalencia de ciertas demencias en ambas regiones.

Cerebro normal (a la izquierda); con Alzheimer (a la derecha)

“Desde el punto de vista epidemiológico, es bien conocido que la educación es un factor protector del cerebro, que incrementa la reserva cognitiva y reduce el riesgo de demencia –comenta Ibáñez–. ¿Pero cuáles son sus huellas neurobiológicas, lo que en inglés se llama biological embeddingEso se estudió mucho menos. En general, es una variable que no se toma en consideración, no hay trabajos que aborden de forma sistemática cómo la variabilidad en la educación modula los marcadores cerebrales del envejecimiento y la demencia”.

Ibáñez decidió responder esta pregunta analizando resonancias magnéticas preexistentes de 1.412 adultos mayores con demencia y 625 libres de neurodegeneración en México, Colombia, Perú, Chile, Argentina y los Estados Unidos (población no latina). “En un universo muy robusto para este tipo de estudios, comparamos la atrofia y la conectividad cerebral asociada con la educación en países latinoamericanos y en Norteamérica –detalla–. Lo primero que encontramos fue que, efectivamente, a mayor educación, menor atrofia (mayor volumen de sustancia gris), más volumen cerebral y mayor conectividad cerebral. Pero después empezamos a buscar otras cosas. Por ejemplo, nos fijamos en las diferencias en conectividad y en volumen que habían entre los cerebros de los Estados Unidos y de Latinoamérica. Encontramos una diferencia importante y fuertemente asociada con la educación. Sabemos que los latinos tenemos más vulnerabilidad cerebral que los estadounidenses, pero nosotros encontramos que esas diferencias se explicaban entre un 24 y hasta un 98% por la educación, algo muy, muy notable”.

Desde hace tiempo se sabe que el nivel educativo (entre otras cosas, un indicador clave del nivel socioeconómico), tiene efectos protectores contra los problemas de salud y el deterioro cognitivo. Lo que hace este estudio es examinar en detalle cómo influye en la estructura y función del cerebro, tanto en el envejecimiento saludable como en la enfermedad de Alzheimer y la degeneración lobular frontotemporal.

La atrofia cerebral es uno de los sellos distintivos del envejecimiento y de la demencia. Generada por la muerte neuronal, es difícil estimarla, ya que es imposible dilucidar si el menor volumen se debe a que se perdieron neuronas propiamente dichas o astrocitos [células grandes en forma de estrella que se encargan de proporcionar soporte y nutrición a las células nerviosas, regular su excitabilidad, participar en la reparación y regeneración del tejido nervioso y facilitar su comunicación].

Cerebro con atrofia

“Es una medida gruesa –explica Ibáñez–. Lo único que podemos hacer es calcular un volumen general. Pero también encontramos el mismo efecto en las conexiones activas del cerebro”. Para evitar sesgos en el estudio, los científicos también controlaron otros factores, como la edad, el sexo, el volumen craneal, el tipo de resonador.

Los efectos fueron particularmente pronunciados en enfermedad de Alzheimer, algo que coincide con otras evidencias de que el ambiente, sobre todo lo que los investigadores llaman el “exposoma social” (la pobreza, los determinantes sociales de la salud) juega un rol preponderante en su desarrollo.

“En la demencia frontotemporal también encontramos estos efectos, pero más atenuados –destaca Ibáñez–. Esto es interesante, porque sugiere que esta patología podría tener, aunque todavía no lo sabemos con certeza, un mayor componente genético. Entre el 25 y el 35% de los casos de demencia frontotemporal estarían asociados con mutaciones genéticas, mientras que en el Alzheimer esa proporción alcanza al 5%. Quiere decir que la demencia más frecuente, la más masiva, está mucho más asociada con bajo nivel de educación y la ‘reserva cerebral’ que ésta proporciona”.

El mismo patrón se observa en el envejecimiento. “En los números estamos mucho peor los latinos –subraya Ibáñez–. Nuestra prevalencia actual, que está subestimada, porque tenemos alrededor de un 70% de personas que nunca reciben diagnóstico, es muy superior a la de los Estados Unidos. De hecho, la prevalencia en este último país está tendiendo a aplanarse; en cambio, en América latina aumenta. Las proyecciones estiman que para 2050 crecerá entre un 100 y un 250%. Esto es consistente con lo que sabemos, que los factores prevenibles explican un porcentaje más alto de la demencia en nuestra región, aproximadamente el 56% de los casos, mientras que en los países de altos ingresos, incluido Estados Unidos, es más o menos el 35 o 40%”.

Y agrega: “Es sabido que la pobreza y la desigualdad tienen un impacto muy fuerte [en el cerebro], pero ahora vemos cómo la educación, que es una medida muy importante de desigualdad, tiene una asociación directa con los marcadores cerebrales del envejecimiento y la demencia. Además, en el caso de la demencia encontramos asociaciones con áreas críticas, como el hipocampo y el giro temporal (en el caso de los pacientes con Alzheimer), y también con áreas orbitofrontales, en la demencia frontotemporal”.

Como todo estudio científico, éste también tiene sus limitaciones. Ibáñez aclara que la medida tomada como referencia para la evaluación es simplemente el número de años durante los que los incluidos en el trabajo recibieron educación formal. “Es una medida malísima –reconoce–. Pero basando nuestras estimaciones en los años de educación encontramos un efecto robusto. Ahora estamos empezando a incluir otros parámetros: calidad de la educación, ingresos, desempeño… Se podrá decir que es un indicador muy ‘grueso’; por ejemplo, no habla sobre cómo le fue a alguien en el colegio, apenas tomamos en cuenta cuántos años sobrevivió en un medio académico. Sin embargo, incluso con esa medida tan simple, encontramos un efecto muy fuerte de la educación en el cerebro, lo cual hace pensar que en realidad las disparidades pueden tener un impacto incluso mayor”.

Estos hallazgos tienen una enorme trascendencia; en especial, si se tiene en cuenta que los tratamientos actuales para la demencia son muy costosos, y sus beneficios reales parecen modestos. Por otro lado, ya se sabe cómo mejorar la calidad y el acceso a la educación. “Es algo que sí podemos hacer y podría no solo prevenir la demencia, sino generar resiliencia cerebral”, subraya Ibáñez.

Para Andrea Goldin, investigadora del Conicet en el Laboratorio de Neurociencia de la Universidad Torcuato Di Tella, que no participó del trabajo, se trata de un estudio “muy interesante” y que “se publicó en una revista muy buena”. “Encontrar algo en varios países/contextos muestra cierta ‘generalización’ de los resultados, que es muy deseable porque incrementa las chances de que lo descubierto aporte algo significativo –comenta la científica–. Analizan cómo la estructura y la conectividad cerebral son modificadas por los años de educación. También intentan dilucidar si la incidencia de demencia está modulada por el nivel socioeconómico; o sea, por la limitación de oportunidades educativas que se dan en América latina producto de desigualdades socioeconómicas”.

Goldin apunta que hay algunas diferencias entre las muestras. Los sujetos control de América latina son casi cinco años más jóvenes que los de EE.UU, mientras que los pacientes son de dos a cinco años mayores. Si bien en Norteamérica tienen más años de educación en promedio, los controles tienen ‘solo’ dos años de diferencia, mientras que los pacientes tienen entre 3,5 y casi seis. Y agrega que algo importante es que [además de analizar neuroimágenes] controlan con un test que evalúa el estado cognitivo general; de los típicos que toman los neurólogos en el consultorio, que miden cómo están las personas de memoria, atención, razonamiento, etc. Estas  medidas  son equivalentes entre las dos poblaciones, la norteamericana y la latinoamericana.

Si bien es un estudio super interesante, transversal y bien hecho, es de correlación, no permite establecer causalidad –dice Goldin–. Por ejemplo, no toman en cuenta estilos de vida diferentes. Por otro lado, ‘más’ no es ‘mejor’. No necesariamente por tener mayor volumen en alguna área cerebral, las personas piensan o resuelven problemas ‘mejor’. Lo que sí es notable, es que prácticamente toda la varianza en estructura y funcionalidad cerebral entre pacientes con Alzheimer es explicada por  la educación (mientras que en los controles y en pacientes con demencia frontotemporal, es del 30% o menos). Lo que demuestra que las disparidades en educación impactan enormemente más en la incidencia de Alzheimer que en otras neurodegenerativas”.

Para la científica, hay un concepto clave para entender este tema: el de reserva cognitiva. “Es una medida de la resiliencia que tienen las redes neurales frente a la disrupción –explica–. Este concepto permite explicar las diferencias individuales en la susceptibilidad que tienen distintas personas frente al deterioro cognitivo (y funcional) producto de cambios cerebrales, sean por la edad o por enfermedad. La reserva cognitiva es una suerte de mecanismo compensatorio que se genera gracias a la plasticidad neural. Distintas actividades que vamos realizando a lo largo de nuestra vida nos van dejando ‘un resto’ guardado en el cerebro del que podremos echar mano cuando la cabeza nos empiece a fallar. Se cree que la reserva se incrementa por participación en actividades estimulantes (uso creativo del ocio e interacción social); por tener mejores ocupaciones (más complejas, que requieren más ‘trabajo mental’); por tener mayor cociente intelectual y más años de educación.

“Lo que se observa en la literatura es que más años de educación se asocian con menor incidencia de demencia y con un retraso en sus comienzos. Pero, ojo, porque también se ve que se asocian con una progresión más ‘abrupta’ de la enfermedad. De hecho, una hipótesis es que la reserva cognitiva de algún modo enmascara los primeros indicios de disfuncionalidad y, cuando estos se ven, es porque los cambios fisiológicos están muy avanzados y los pacientes ya no pueden lidiar con ellos, o no tanto como antes”.

De acuerdo con Sebastián Lipina, investigador del Conicet y director de la Unidad de Neurobiología Aplicada (UNA, Cemic-Conicet), que aclara que su grupo se especializa en el estudio del impacto de las privaciones en autorregulación en niños sin trastornos (no en adultos con neurodegeneración), para interpretar estos resultados es importante diferenciar bien lo que es causalidad de lo que es asociación.

Las asociaciones son importantes, porque nos muestran qué pasa con un fenómeno (la neurodegeneración) cuando cambia otro (nivel de educación alcanzado) –explica–. En esencia, nos muestran cómo se comportan dos variables, pero no nos dicen que una causa la otra ni tampoco nos hablan de qué mecanismos están implicados. Obviamente, encontrar mecanismos causales es difícil… Por otro lado, un diseño sincrónico, en el que se estudia a las personas en un único momento de su desarrollo, no es lo mismo que otro longitudinal, cuando se las sigue a lo largo del tiempo. [El análisis] sincrónico y asociativo orienta, pero no define ni causalidad ni desarrollo. Por último, no hay dos casos ni historias iguales, por lo que es importante tener en mente las diferencias intra e interindividuales. Por ejemplo, dos personas de la misma edad, que tienen la misma cantidad de años de educación, y que desarrollan neurodegeneración pueden ser diferentes en muchos otros aspectos de sus trayectorias de desarrollo. Los científicos solemos cometer el error de no considerar estas diferencias y pensar en términos universales”.

De lo que no hay duda es de que, gracias a la plasticidad cerebral, mantenerse estimulado desde el punto de vista cognitivo fortalece las redes neurales. Y esto correlaciona negativamente con nivel socioeconómico, que es peor en América Latina que en los EE.UU.

“Una aclaración, tal vez obvia, pero pertinente –agrega Goldin–: la plasticidad es la capacidad del cerebro de modificarse físicamente por las experiencias, conscientes e inconscientes, que vivimos. Como nuestras conductas, emociones y sensaciones son producto de ese cerebro, cuando éste cambia físicamente, también lo hacen nuestras conductas, emociones y sensaciones. Cuando aprendemos algo que va a perdurar en el tiempo, eso se guarda en alguna parte de nuestro cerebro y eso implica cambio. Uso el término ‘aprender’ en su concepción más amplia. Aprendemos los nombres y las caras de las personas que queremos, lo que les gusta más, cuándo fue la última vez que nos vinieron a visitar los nietos y qué les cocinamos. Para poder hacerlo, el cerebro fue cambiando. Cuando esos cambios se hacen más difíciles de concretar o de ser encontrados (en el nivel fisiológico y molecular), empezamos a olvidarnos de algunas cosas. Un estudio en el que participé, pero que sobre todo desarrolló y lideró Julia Hermida, muestra que no solo hay diferencias en las oportunidades de estimulación entre pobres y no pobres, o entre más y menos pobres, sino que la clave está en la cantidad de posibilidades de estimulación que ofrece el entorno. El tema no es si los norteamericanos van en promedio más que nosotros a la universidad. El tema es qué calidad de actividades desafiantes para la cognición tienen y tenemos (desafiantes y no frustrantes, porque lidiar con el manejo de nuestra economía diaria es tremendamente desafiante, pero es tan abrumador que termina siendo contraproducente). Creo que algo que nos deja este trabajo como enseñanza para pensar políticas públicas es que resulta clave generar mejores oportunidades de estimulación. Con la escuela, con clubes, con actividades extracurriculares; fomentar actividades sociales, culturales, recreativas de calidad. Ya sabíamos que estas acciones van a impactar en nuestro funcionamiento cerebral. Lo que este paper viene a agregar ahora es que eso, además, tiene una ventaja de salud pública aparejada, porque puede disminuir el riesgo de tener enfermedad de Alzheimer”.

Y concluye Ibáñez: “Dado el profundo impacto de la educación en la salud del cerebro, se requieren intervenciones y políticas personalizadas para mitigar estas disparidades, especialmente en regiones como América latina, donde las desigualdades socioeconómicas son más pronunciadas”. En esto, como en otros múltiples aspectos, más que el ADN importa el PBI y la equidad en su distribución.

Fuente: eldestape

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