Hoy, Argentina vive nuevamente una situación de crisis, en la que los cantos de sirena para olvidar las instituciones y alcanzar objetivos “prácticos” son moneda corriente.
Franklin D. Roosevelt fue elegido presidente de los Estados Unidos en 1932 en plena Gran Depresión. Llegó al poder con un claro mandato: implantar políticas económicas que hicieran recuperar una economía en crisis.
Las políticas que propuso (utilizar el poder del estado para acrecentar la demanda agregada) tuvieron como base las ideas de Keynes y recibieron el nombre de New Deal. Su intervencionismo tuvo éxito, pero pronto surgieron reparos desde la justicia norteamericana lo cual produjo un conflicto de poderes entre el presidente y la Corte Suprema de los Estados Unidos.
En 1937, en plena popularidad, Roosevelt presentó un proyecto para ampliar la Corte Suprema. Para ello, sostuvo que los magistrados estaban sobrecargados de trabajo por eso propuso por ley la reorganización del máximo tribunal, de manera que los jueces de más de setenta años dejen su cargo.
El real objetivo oculto era poder nominar a seis jueces. Ello produjo un conflicto de poderes y, luego de una disputa en el Poder Legislativo, el Senado norteamericano (incluso con votos demócratas) logró ponerle límite al avance de Roosevelt sobre la Corte. A cambio, el legislativo aprobó gran parte del New Deal.
Esa resistencia sostuvo la independencia del Poder Judicial y el equilibrio de poderes. De haberse aprobado la propuesta de Roosevelt, se habría creado un peligroso antecedente para la república. El caso de Estados Unidos nos hace pensar que para ningún país la construcción de instituciones sólidas es un camino de rosas.
Al contrario de Estados Unidos, en la Argentina de 1946 Perón llegó al poder y su fuerza en la Cámara de Diputados logró la destitución de cuatro miembros de la Corte Suprema. La Cámara de Diputados logró desplazar a tres de los jueces y el cuarto dimitió. Eso le permitió al peronismo nombrar a cuatro jueces nuevos y darle un poder ilimitado al presidente. En el primer caso, los medios institucionales resistieron frente a los fines políticos, en el caso argentino no. La historia misma deja en evidencia a cuál de los dos países le fue mejor.
Luego del aquel antecedente, la práctica de buscar una Corte afín a las ideas del Ejecutivo fue muy común en nuestro país, y de alguna manera se refleja en que recordamos a los períodos de la Corte con el nombre del presidente de la Nación, cuando en Estados Unidos se habla, por ejemplo, de la “Corte Warren”, acá hablamos de la Corte peronista, o de la Corte menemista. Este estado de cosas produjo la afectación de la seguridad jurídica y el debilitamiento del estado de derecho. En un país sin justicia no hay derechos de propiedad ni libertades aseguradas.
En Argentina, el desprecio por las formas de la república en nombre de un ideal mayor es compartido tanto por sectores de derecha como de izquierda. Es todo lo contrario a la idea del liberalismo, según la cual, hay que respetar los procedimientos de decisión individual y colectiva, en lugar de dejarse tentar por un finalismo que busca objetivos supuestamente valiosos sin reparar en los medios.
La tentación constante de anteponer ideologías o intereses personales a las instituciones de la república es uno de los grandes motivos de nuestra decadencia. ¿Pero qué tienen en común estas opciones populistas, tanto de izquierda como de derecha? Desde la derecha, se cree que las normas y la justicia deben tener como fin último la eficiencia económica.
Así, la única regla sensata que un tribunal puede adoptar consiste en establecer reglas que maximicen la satisfacción total de preferencias, o sea que sean eficientes en términos de utilidad. El derecho, desde esta visión, debe ser un instrumento para perfeccionar el mercado.
Esta idea, en el fondo, descansa sobre una relativización de todos los valores, porque estos son reducidos a meras preferencias y porque entiende que dichas preferencias tienen igual pretensión de satisfacción. Además, al contrario de lo que muchos libertarios creen, es una posición profundamente colectivista, porque defiende la posibilidad de “sacrificar” a ciertos individuos (generalmente cercenando derechos sociales) a favor de un ente superior llamado mercado.
Por otro lado, desde posiciones de izquierda, se cree que el derecho es política de buenos modales. El derecho sería la expresión del poder hegemónico del momento. La idea de gran parte del populismo de izquierda es que las instituciones de la república son una formalidad que esconde injustas relaciones de poder estructurales y que hay que desenmascarar esas “formalidades”. Los jueces, entonces, deben romper estas injusticias y, si es necesario, también el derecho. Hay que sincerar la lucha por la hegemonía y, con ese pretexto, las instituciones sobran.
Ambas visiones, simplistas y de fácil propagación, comparten algo: un fuerte nihilismo. En el fondo hay un rechazo a la práctica del derecho como herramienta para encontrar valores y sentidos comunitarios. El escepticismo de nuestra capacidad para encontrar principios es el pretexto para justificar la corrupción.
El ideal republicano de construir el bien común, vivir vidas buenas, aceptar la complejidad y respetarnos mutuamente se desvanece frente a las aparentes antinomias que, en el fondo, tienen lógicas relativistas muy similares.
Hoy, Argentina vive nuevamente una situación de crisis, en la que los cantos de sirena para olvidar las instituciones y alcanzar objetivos “prácticos” son moneda corriente. Muchos miramos la historia argentina e imaginamos qué país tendríamos si en momentos decisivos hubiéramos tomado otras decisiones.
Daniel Sabsay y Joaquín Fernández Arrojo son abogados constitucionalistas.